El Papa prefiere ir a la periférica isla de Córcega y no a la glamorosa reapertura de Notre Dame. Por Sergio Rubin

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    Tras el voraz incendio de hace cinco años, reabrió la emblemática iglesia francesa con la marcada ausencia del sumo pontífice. Macron estuvo acompañado por medio centenar de mandatarios, entre los que se destacó el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump.

    Al parecer, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, y muchos de sus compatriotas están ofendidos por la ausencia del Papa Francisco en la reapertura de la catedral de Notre Dame tras el voraz incendio de hace cinco años que le causó graves daños -el más impactante: la caída de la aguja-, al punto que llegó a poner en riesgo su estabilidad, y que demandó un desafiante trabajo para volver a ponerla en condiciones.

    Más allá de quienes no simpatizan con el perfil del pontífice argentino, el malestar debe interpretarse a la luz de lo que significa Notre Dame para los franceses: una testigo de la historia de Francia de casi todo el último milenio con sus guerras y revoluciones, la influencia del cristianismo, la monarquía con trece reyes y el expansionismo de Napoleón, siendo escenario de los funerales de grandes presidentes.

    Además, su construcción -que demandó casi dos siglos- es considerada una manifestación del “genio creativo francés”, que la convirtió en el lugar más visitado del mundo, incluso delante de la Torre Eiffel y el Coliseo romano. La Catedral recibía antes del incendio a doce millones de visitantes por año, cantidad que se espera que llegue a 15 millones para 2025 por el atractivo adicional de su reconstrucción.

    A eso hay que agregar un motivo de orgullo adicional -especialmente para Macron y todos los que trabajaron en los arreglos-: el haber cumplido con el plazo de cinco años que fijó el presidente para realizar la obra y -más allá de las discusiones sobre las modificaciones, incluida una idea modernista del mandatario que no prosperó- haberlo hecho con una maestría admirable, coinciden los expertos.

    Desde el punto de vista religioso, Notre Dame guarda la corona de espinas que le colocaron a Jesús durante su Pasión, que fue traída de Constantinopla por el rey Luis IX, en 1238, y exhibida cada Viernes Santo para su veneración, pero cuya autenticidad carece de fundamento. Esta reliquia pudo ser rescatada por los bomberos durante el incendio de 2019 y preservada en el Museo del Louvre.

    Por todo lo que significa Notre Dame y su espléndida restauración además de insuflar vitalidad a su alicaída presidencia, Macron no dudó en invitar al Papa a su reapertura junto con otras muchas personalidades, logrando la presencia de medio centenar de mandatarios y hasta la del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, pero no la de Francisco.

    Cuando a mediados de setiembre buena parte de la prensa daba por descontada la presencia del pontífice, el propio Jorge Bergoglio se ocupó personalmente de aclarar que no iría y luego se confirmó que viajaría a la semana siguiente a la reapertura a la isla francesa de Córcega para participar de un coloquio sobre la religiosidad popular en el Mediterráneo.

    Es cierto que la ceremonia de reapertura coincidió con la creación por parte de Francisco de 21 cardenales y que la celebración de la primera misa en Notre Dame coincidió con el Día de la Inmaculada Concepción -popularmente conocido como el Día de la Virgen- en que el Papa va a rezar ante la imagen que está en Plaza España, en Roma.

    Al problema de agenda, el presidente de la Conferencia Episcopal francesa, el arzobispo Eric de Moulins Beafort, sumó una justificación que le transmitió el Papa que pareció un mero intento de sortear la presión, al afirmar que Francisco cree que “es la catedral la que debe atraer toda la atención en las ceremonias y no él”.

    Como todas estas circunstancias y argumentos no terminaron de convencer a muchos observadores, se empezó a atribuir la ausencia del Papa a diferencias con Macron, sin precisarse cuáles serían, más allá de las críticas de Francisco -como sus antecesores- le hace al laicismo francés por relegar lo religioso al templo.

    En el libro El Pastor, que realicé con la colega Francesca Ambrogetti, publicado en 2023, Francisco dice a Francia “la traiciona mucho su concepto de laicidad, si bien un Estado tiene que ser laico porque los estados confesionales terminan mal, pero cada religión debe poder expresar públicamente sus creencias”.

    Tras señalar que “el respeto por los derechos humanos implica respeto por la trascendencia de la persona, que mayoritariamente se expresa de modo religiosa”, dice que “en Francia todavía algunos sectores cargan con una laicidad que viene de la Ilustración que, en el fondo, considera a las religiones como una subcultura”.

    Considera que el hecho de que “no puede haber ninguna imagen religiosa en un lugar público es, en definitiva, un criterio que suprime lo religioso como valor”, lo cual -insiste- “no quiere decir que el Estado sea religioso”, y agrega que “esto vale también para otros países como México que tienen un concepto parecido”.

    “A la laicidad francesa le falta dar un paso más con una buena ley en materia religiosa que reconozca que las religiones son parte de la manifestación humana hacia la trascendencia”, concluye el pontífice, más allá de que aclara que, pese a esa diferencia, tiene “una excelente relación” con Francia.

    Si entonces tiene “una excelente relación” con Francia, tampoco habría que buscar en esta diferencia la razón de su ausencia, sino probablemente en el perfil de un pontífice que prefiere estar presente, como él dice, en las menos glamorosas periferias geográficas y existenciales.

    Acaso por eso nunca fue a una gran capital europea, donde la religiosidad es cada vez más escasa, y opta por estar más cerca de quienes tienen una mayor sed de Dios y ostentan una fe quizá menos intelectual, pero fervorosa que Jorge Bergoglio siempre apreció mucho.

    De todas formas, en su mensaje leído en la reapertura, Francisco abogó para que “el renacimiento de esta admirable iglesia constituya (…) un signo profético de la renovación de la Iglesia en Francia” y que los franceses al entrar “recuperen su herencia de fe”.

    Tampoco puede pasarse por alto que Francisco cambió París por el Mediterráneo, al que llegó a definir como un “cementerio a cielo abierto” por la gran cantidad de inmigrantes africanos que mueren tratando de llegar a las costas europeas en pos de un futuro digno.

    Aunque muchos franceses se hayan ofendido por su ausencia, desairando a “la hija mayor de la Iglesia” -Francia fue el primer país que adoptó el cristianismo en el 496, aunque hoy está en profundo declive-, Francisco -gusto o no- quiere ser siempre fiel a sus convicciones.

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