Las interminables vacilaciones de un Presidente ante una crisis que se lo puede llevar puesto

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    Por Ernesto Tenembaum

    En muchos momentos, Alberto Fernández estuvo dispuesto a sacrificar su gestión para no romper con CFK, y en algunos otros a desafiarla para poder gobernar. Al final del camino, el panorama es desolador: la alianza está casi rota y la gestión se ha tornado impotente.

    La Argentina tiene un sistema presidencialista. No importa si un presidente llega como conductor de una Alianza, si fue designado por otra persona que es más poderosa que él, o si es el líder indiscutido de un partido monolítico. Todos los presidentes están condicionados por múltiples factores que limitan su poder. Muchas veces parecen hojas al viento: a merced de una pandemia, una guerra, una corrida, la agresividad de los enemigos, la deslealtad y el abandono de los amigos, las barbaridades propias o lo que fuera. En todos esos casos, nada cambia lo esencial: la Argentina es un sistema presidencialista. El sistema deposita su destino en una persona, en sus decisiones, en su lucidez o falta de lucidez, en su coraje o en su falta de coraje. Hay un drama humano tremendo en esa construcción donde un hombre o una mujer completamente solos deben tomar decisiones terribles para las que no siempre están preparados. Igual, nadie tiene derecho a quejarse. Son las reglas. En todo caso, haberlo pensado antes de postularse.

    Más allá del balance que cada cual podrá hacer sobre su Gobierno a medida que pasen los años -estas cuestiones suelen cambiar con la perspectiva que da el tiempo- Alberto Fernández ha fracasado en un asunto central. Desde su mismísima asunción, se enfrentó al desafío de mantener unido al Frente de Todos -esto es, no romper con Cristina Kirchner- y, al mismo tiempo, conducir el país con criterios distintos a los de la poderosa Vicepresidenta. Esa idea fuerte lo obligó a interminables marchas, contramarchas, curvas y contra curvas. En ese proceso, toleró humillaciones, desplantes, insultos que limaban su poder. Tomó algunas decisiones centrales que desafiaron a Kirchner, pero aceptó otras que iban contra sus propias convicciones. Hizo cosas que Cristina no quería, no hizo otras cosas que Cristina quería. En muchos momentos, estuvo dispuesto a sacrificar su gestión para no romper con Cristina, y en algunos otros a desafiar a Cristina para poder gobernar. Al final del camino, el panorama es desolador: la alianza está casi rota y la gestión se ha tornado impotente y ha generado costos inmensos e innecesarios para la vida de los argentinos.

    Como consecuencia, en gran parte, de esas deficiencias, el país ha vivido en las últimas horas otra corrida estremecedora contra su moneda. No hay mucha vuelta que darle. Los números están ahí. La velocidad con la que han cambiado los números en las últimas horas también está ahí. Da miedo. La portavoz Gabriela Cerruti explicó que entiende la incertidumbre que provocan “las informaciones sobre el dólar blue” cuya evolución “no impacta sobre la economía real”. Solo ella y un pequeño círculo pude explicar lo que pasa de esa manera. En ese contexto, las cosas vuelven a ese punto donde un hombre, o una mujer, están solos frente a sí mismos y se tienen qué preguntar qué debe hacer un Presidente. Para la historia, podrán discutir quién tuvo la culpa, las conductas de otros, la avaricia de diversos factores de poder o lo que sea. Pero, en lo concreto, son ellos, y solo ellos, los que deben decidir.

    La corrida arrancó en la última semana de junio, luego de una venta sorpresiva por parte de la empresa Enarsa, que generó un derrumbe de los títulos argentinos y acercó la chispa al pasto seco. Ya pasó un mes de eso. En el medio, renunció Martín Guzmán. La corrida se acentuó. Desde entonces, no para. ¿Qué hizo el Presidente para frenarla? ¿Qué hará? La situación se muestra tan límite que no parece haber tiempo ni lugar para demasiadas dudas porque las cosas se agravan en cuestión de segundos. La idea de no enojar a Cristina Kirchner parece, en este contexto de urgencias, una tontería. Ya está demostrado que no hay nada que la calme, mucho menos cuando las cosas se ponen feas. Entonces, queda él solo frente a las decisiones. Encima, no tomar decisiones es la peor decisión. ¿Y entonces?

    Los debates sobre lo que debe hacer el Gobierno para frenar la corrida –que de eso se trata en estas horas- atraviesan a todos los economistas del país. En febrero del 2014, Axel Kicillof enfrentó un desafío similar: se acababan los dólares. Kicillof tomó varias decisiones traumáticas para las ideas que él mismo defendía. Subió las tasas de interés, ofreció instrumentos a los exportadores para que liquiden sus divisas sin que se expongan a pérdidas ante una eventual devaluación, y finalmente devaluó. Era un plan de emergencia. Le permitió al Gobierno frenar una corrida y llegar entero a la entrega del poder en 2015: no mucho más. Pero, si se miran las cosas desde el momento en que se tomaron las decisiones, el gobierno salvo lo que podía salvar.

    En aquel entonces, había una cadena de mandos clara -el eje Kirchner-Kicillof- que ordenaba todo lo demás. Los principales resortes de la administración económica obedecían a ese comando. Ahora no ocurre nada de eso. ¿Qué incidencia tiene Silvina Batakis, por ejemplo, en la política cambiaria o en la administración de la política cambiaria? Si no tiene poder real, ella o quien sea, su capacidad de generar confianza se limita al máximo. Pero el Presidente no corrige ese detalle que torturaba a Martín Guzmán. Así las cosas, el Banco Central ha subido las tasas de interés, pero siguen siendo negativas. Es más conveniente comprar dólares que ahorrar en pesos en cualquiera de sus variantes y, sobre todo, sigue siendo un negoción financiarse con créditos mientras se retienen los dólares. El dólar oficial sigue extraordinariamente barato en comparación con cualquier alternativa, lo que acentúa las expectativas de devaluación. Y las negociaciones con el sector agropecuario para que el Estado acceda a algunos miles de millones para aliviar las reservas está trabada. En el mundo albertista sostienen que la culpa de la crisis recae sobre los funcionarios del sector energético, que responden a Cristina. Pero, paradoja entre paradojas, esos funcionarios son los únicos que resistieron luego de la salida de Martín Guzmán, incluido el que armó el desbarajuste que generó la crisis del gas oíl. Batakis da señales fiscalistas, pero, a los pocos días, su Gobierno extiende la moratoria jubilatoria que es una medida que expande el gasto. Todo eso, mientras la corrida avanza, y empiezan a aparecer señales fuertes de recesión y progresivo desabastecimiento.

    En el Gobierno, mientras tanto, hay un debate silencioso –a veces, no tanto- acerca de la verdadera gravedad de la situación. Algunas personas sostienen que es un momento tenso, pero que solo se trata de esperar a la primavera, cuando caigan las importaciones de energía. ¿Será así? Un buen método para corroborarlo consiste en chequear si quienes ponen paños fríos pronosticaron en su momento que explotaría la corrida cambiaria de estos días. Si no lo hicieron, queda bastante claro que sus brújulas están rotas y que la situación es más grave que lo que ellos dicen. En ese caso, sería hora de actuar rápido. Si alguien espera que Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa actúen en sintonía para después conducir la crisis, está bastante claro que eso no va a pasar. No hay coalición que valga, no hay especulación electoral, no hay jueguitos de poder: esas fantasías son para otro momento. Hay un presidente solo que parece irse quedando sin tiempo.

    En octubre de 2020, hace veinte meses, un cientista político peronista llamado Federico Zapata escribió un texto premonitorio: “El Gobierno funciona como un esquema de pujas y vetos cruzados, con una agenda minimalista, muchas veces en pugna y un liderazgo más enfocado en administrar tensiones internas que en conducir y transformar”. Hace dos semanas, Martín Rodríguez, un muy respetado escritor y sociólogo “kirchnerista de Néstor”, agregó: “Toda la gestualidad presidencial aparece guionada en un sistema de compensaciones, equilibrios, micro gestos y off para alargar la agonía, para postergar decisiones y crear pequeños guiños que conformen en la corta y posterguen en la larga. Un gobierno de transición en el sentido más agónico: tanta transición que no se sabe el camino a qué se transiciona”.

    Hace dos días, otro peronista, Emannuel Alvarez Agis, explicó: “Argentina atraviesa una crisis económica de raíz absolutamente política… La actual situación puede ser estabilizada con una combinación agresiva de política fiscal, monetaria y cambiaria que apuntale la demanda de pesos, incentive la oferta de dólares y reconfigure la relación inflación – devaluación – tasa de interés. Sin embargo, en dos años y medio de gobierno el FdT ha demostrado su absoluta incapacidad de coordinación en materia de política económica. Si así fuera, los próximos días serán definitorios para el futuro político del FdT y para la dinámica económica real y nominal de 2022″.

    En el centro de un sistema presidencialista, lo quiera o no, siempre hay, por definición, un Presidente, que ya no tiene más tiempo para procrastinar. De su lucidez o falta de lucidez, de su coraje o su falta de coraje depende a esta altura su pellejo, junto al de muchas otras personas que en su momento confiaron en que podría cambiar la historia de un país endiablado.

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