En el mes de marzo, al inicio de la cuarentena, el presidente Alberto Fernández se vio muy fortalecido de cara a la opinión pública. Según datos de D’Alessio IROL – Berensztein, en dicho mes, su imagen positiva alcanzó el 61% y la negativa se hundió hasta el 30%. Gran parte de la sociedad percibía a Alberto Fernández como un líder sensato y con visión que había tomado a tiempo las medidas necesarias para combatir al virus que por ese entonces hacia estragos en Europa. En los albores de la pandemia, existía un espíritu de unidad nacional y causa en común que generaba optimismo y cierta cuota de euforia. Eran los tiempos de las conferencias de prensa recurrentes en donde se reunían Axel Kicillof, Alberto Fernández y su “amigo Horacio”. También eran los tiempos de los aplausos en los balcones.
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Con el correr de las semanas, la cuarentena comenzó a mostrar su peor cara: paralizó la actividad económica, muchos comercios debieron cerrar, se redujo el nivel de ingreso y el desempleo y la pobreza aumentaron drásticamente. Al mismo tiempo, a pesar de las medidas de aislamiento, el COVID-19 se extendió cada vez más provocando cientos y luego miles de fallecidos. En este marco, era esperable que la imagen de Alberto Fernández cayera a niveles prepandemia, cosa que sucedió. En los cuatro meses que van de marzo a junio, la imagen positiva del presidente cayó 5 puntos porcentuales (lo que equivale a una caída del 8%). La erosión era acorde a un contexto de mayor pesimismo y deterioro económico y sanitario.
La imagen positiva del presidente cayó en pocos meses a los niveles prepandemia.
La imagen positiva del presidente cayó en pocos meses a los niveles prepandemia.
Sin embargo, la velocidad de la caída aumentó drásticamente a partir de junio. En los tres meses siguientes, la imagen positiva del presidente cayó 12 puntos porcentuales, hasta el 44% registrado en septiembre, que se repite en octubre (lo que equivale a una caída del 21%). ¿Qué cambio en el escenario político para que la imagen de Alberto Fernández comenzara a caer más rápido? A partir de junio el presidente y su gobierno inauguraron un proceso de radicalización que lo terminó dañando. Comenzó con el intento de estatización de la empresa Vicentin (el cual se vio frustrado luego de la fuerte reacción social que disparó), y continuó con el proyecto de ley para reformar la justicia federal. La avanzada contra la justicia no terminó allí, sino que fue creciendo con el intento de remoción de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli por parte del Senado y las presiones constantes contra el procurador Eduardo Casal. Los misiles llegaron incluso hasta la Corte Suprema, muy criticada luego de aceptar el recurso de per saltum por los magistrados removidos. En el medio, el presidente Fernández rompió con su “amigo Horacio” y le quitó 1,2% de coparticipación a la Ciudad (equivalente a más del 10% de su presupuesto) para entregárselos al gobernador Kicillof, y resolver así el conflicto con la Policía bonaerense. Además, el gobierno nacional mostró en todo momento pasividad absoluta frente a la toma de tierras.
Inmerso en un proceso de debilitamiento, el presidente Fernández se aferró a los sectores más radicales de su coalición, mimetizándose con ellos, pero lo que consiguió no fue revertir la tendencia, por el contrario, la aceleró. Los segmentos moderados de la sociedad, que apoyaron a Alberto Fernández con la esperanza de que este se convertiría en un presidente de centro, se vieron decepcionados al percibir que poco a poco la administración del Frente de Todos se transformaba en el cuarto kirchnerismo.
En octubre, aunque la imagen negativa del presidente creció levemente, la caída de la imagen positiva se detuvo (volvió a registrar 44%). Esto podría dar cuenta del proceso inverso: en las últimas semanas Alberto Fernández en particular y el gobierno en general giraron hacia el centro. En términos económicos, esta reversión se debe probablemente al fracaso de la lógica previa. La acumulación de restricciones, condicionamientos y el fortalecimiento del cepo provocaron resultados desastrosos.
Ahora, el presidente le otorgó mayor capacidad de acción al ministro Martín Guzmán, quien desplegó una estrategia distinta: redujo el parking para operar en el contado con liquidación y brindó alternativas de salida a los fondos extranjeros como PIMCO que quedaron atrapados en el país. Con el nuevo paquete de medidas, el ministro ha tenido éxito en quitarle presión al tipo de cambio y la brecha se redujo. Guzmán promueve un dialogo más amplio, prueba de esto es la reunión que hace unos días mantuvo con empresarios, incluyendo a Paolo Rocca (Techint) y Héctor Magnetto (Clarín), los antagonistas jurados del kirchnerismo. Incluso la propia Cristina ha mostrado signos de moderación al proponer un acuerdo con la oposición, los empresarios y los medios para terminar con el problema de “la economía bimonetaria”. En este nuevo marco de moderación, el impuesto a la riqueza, una de las banderas del kirchnerismo más puro, está puesto en cuestionamiento y podría avanzar un proyecto alternativo al elaborado por Máximo Kirchner y Carlos Heller.
En materia judicial, aunque la avanzada no termina y el presidente aún insiste con el proyecto de reforma que envió al Congreso, los reproches públicos se fueron acallando. Esta semana la Corte Suprema ordenó que los jueces Bruglia y Bertuzzi debían regresar a los puestos de los que habían sido desplazados por el Senado, pero aclaró que su permanencia es temporal hasta que se realice el concurso. Aunque algunos analistas consideran que la decisión favorecerá a Cristina Kirchner ya que, a la larga, esos magistrados dejarían sus cargos. Lo cierto es que se trata de una decisión más bien salomónica, debido a que el Consejo de la Magistratura suele demorar mucho tiempo en realizar los concursos. Sin embargo, esta vez nadie salió desde el gobierno a cuestionar el fallo o a criticar a la Corte Suprema. Reinó el silencio y por lo tanto la aceptación.
La radicalización estaba provocando un daño político y el peligro percibido por el presidente Fernández es que, a menos de un año de las elecciones legislativas, provocase también un costo electoral. En 2019, Cristina Kirchner dotó de competitividad al Frente de Todos al conformar una coalición heterogénea y plural que, debido al balance de fuerzas internas, garantizaba la moderación. Resignarla y presentarse en 2021 como un frente más radicalizado, podría provocar que amplios sectores de la población viren sus preferencias hacia la oposición, que intenta impedir la fuga de votos por derecha, pero logra mantenerse en el centro del espectro ideológico.
Durante meses el “volver para ser mejores”, se transformó en un “volver para ser iguales”. Este periodo de radicalización suscito las multitudinarias protestas en contra del gobierno. El 8N seguramente sea una nueva manifestación de este fastidio. Excepto que la situación económica mejore muy por encima de las expectativas, lo cual siempre dota al oficialismo de una ventaja indudable, la radicalización podría haber generado ya un costo político irreparable. Existen segmentos de la sociedad que votaron al Frente de Todos y se decepcionaron al ver como Alberto Fernández se convertía en un presidente de pura cepa kirchnerista: culpando a los medios, promoviendo la expropiación de una empresa privada, embistiendo contra la justicia y atacando a la oposición. El riesgo a esta altura es que sea demasiado tarde para intentar reinventarse.