Carina es la hija de un hombre que tiene una finca única en la frontera norte. De un lado, linda con la ruta 50, que une Aguas Blancas con Orán; del otro, con el río Bermejo. A esa particularidad, que la tienen varias en la zona, se suma otra: el serpenteante curso de agua forma en el lugar un remanso que termina en una playa serena y arenosa, sin piedras.
Hay más. El lote queda a unos 500 metros del centro de Aguas Blancas, enfrente de la ciudad de Bermejo y en una zona donde el límite del país prácticamente toca el suelo argentino. Es decir, para llegar hay que navegar en aguas bolivianas.
Es un lugar inexpugnable. Tiene una sola entrada, por la ruta, y con solo cerrar la tranquera, cualquier persona o vehículo queda atrapado en el perímetro. Nadie ajeno a la actividad que allí se desarrolla entra. Aquel hombre decidió honrar a su hija y bautizó esas tierras con su nombre: “Finca La Carina”. La convirtió en la mujer más famosa en la frontera de la Argentina que arde.
Pese a varios mensajes de desaliento, LA NACION ingresó al predio más difícil y más temido que existe en el límite salteño. Es imposible entender el contrabando hormiga, el pase de mercaderías y la alarmante precariedad con la que se gana la vida gran parte de la población que vive en Aguas Blancas y Orán sin conocer “La Carina”.
A pocos kilómetros de ese lugar, en la ruta 50, está el mítico puesto 28 de Gendarmería, por el que obligatoriamente tienen que pasar todos los vehículos que unen las dos ciudades. Que quede claro, los vehículos, no la carga.
Unos 500 metros antes de llegar, a mano derecha, hay un playón donde estacionan muchos autos. Salen de la ruta y bajan la mercadería que no está permitido pasar. Heladeras, televisores, lavarropas, cocinas, cubiertas o aires acondicionados son entregados en una rudimentaria playa de transferencia.
El puesto de control de Gendarmeria y el camino alternativo de los bagayeros
En ese lugar sale un camino en medio del monte, como le dicen acá, y que circula paralelo a la ruta. A tracción humana, los pasadores toman aquellos pesadísimos bultos y los cargan sobre su espalda. Y a un trote de paso corto pero constante, pasan cada cosa prohibida por ese primitivo “by pass”.
Tan importante como conocer y ver “La Carina” es entender este “by pass”. LA NACION sobrevoló ese camino paralelo para reflejar cómo transcurre ese pasaje de marginalidad, sacrificio y, también, ilegalidad.
“La Carina” se escucha por todos lados, sea en la Argentina o en Bolivia. Se trata del puerto ilegal más concurrido y precario del país. No hay nada igual, toneladas de mercadería ingresan a diario sin ningún papel ni la ayuda de máquinas que soporten el peso. Una epopeya diaria de fuerza, rebusque y supervivencia.
Para entrar hay que bajar de la ruta por un lugar arbolado y escondido. Al atravesar la tranquera sale al paso una persona que cobra un peaje por la entrada. La tarifa está ahora en unos $1000. Después, se inicia un camino serpenteante de unos 300 metros que tiene un segundo puesto de peaje tras pasar dos paredones que sostienen un portón de hierro. Otros $1000.
A poco de seguir, una pequeña lomada, y entonces aparece un monumental despliegue de camionetas de culata al río, enormes paquetes y gente. Mucha gente que desafía la gravedad y carga a brazo partido kilos y kilos de lo que sea. Mucho textil y calzado.
Un rato antes, un comprador del otro lado hizo la compra. Pagó en efectivo o con billeteras electrónicas argentinas. Todo es monetariamente posible en Bermejo. En aquellas tiendas del lado boliviano, los comerciantes siempre tienen el mismo slogan de ventas. “Nosotros vendemos, pero tenemos gente de confianza que pase la mercadería”, repiten. El hombre de confianza es un “pasador”, que cobra alrededor de $14.000 por “pasar” a la orilla más cercana, en Aguas Blancas. Si el traslado es hasta Orán, donde llegan la mayoría de los tours de compras, ese valor llega a unos $30.000.
Ese precio corresponde a “una lona”, una especie de enorme bolsa de arpillera plástica, prensada y pesada, que se traslada en una espalda humana. Del lado boliviano no existe ningún bien que no se pueda entregar en la orilla argentina. Da lo mismo un par de medias que una heladera doble puerta.
Empieza entonces, el peregrinaje del contrabando, llamado “bagayeo” por los locales, pero que igualmente esconde una cantidad de conductas ilegales. La primera estación es una playa del lado boliviano. Ahí se consolidan los pedidos que suben a los “gomones”, unas balsas construidas con nueve cámaras de rueda de camión sobre las que se agarra una empalizada de cañas. Para cubrirlas, usan una lona azul. Todas las barcazas “amarran” del lado boliviano.
Sin más tracción que la corriente del río, previo a abarrotarlos de una parva de paquetes, cajas y fardos, a los que se suman dos remeros y otro tripulante que se tira al agua y hace las veces de timón, los gomones se desenganchan y van aguas abajo. Navegan unos minutos y, con la ayuda del remo, salen de la corriente y se meten en el remanso que se produce en las costas de “La Carina”.
Ahí llega todo. En minutos, con una destreza brutal, vacían la barcaza y todo queda en la costa. En ese puerto ilegal parece que todo está permitido, pero no es así. Desde hace un tiempo, el Ministerio de Seguridad, que maneja Patricia Bullrich, instruyó a Gendarmería dejar efectivos todo el día. Tienen un scanner móvil, una máquina parecida a una vieja cámara Polaroid que un gendarme opera. Apoya el lector infrarrojo sobre el paquete y en una pantalla se dibuja el interior.
Peregrinaje. Heladeras, televisores, lavarropas, cocinas, cubiertas o aires acondicionados son cargados sobre espaldas humanas
La búsqueda es de material prohibido. “Nosotros no somos narcos, estamos laburando. No tenemos nada que ver con ese mundo. Nos venimos a ganar el mango”, dice uno de ellos. Caras curtidas, cuerpos esforzados. Mujeres y hombres rezan ese credo de subsistencia. “A los 40, no nos podemos mover, pero no hay otra forma de tener trabajo”, balbucea uno de estos trabajadores de la marginalidad, empapado en sudor, en un mediodía de calor feroz, después, quizás, de haber acarreado ya varias toneladas.
“La Carina” es un frenesí de operación logística a lomo humano. Los gendarmes scannean y los “paseros” no frenan. Se toleran, ambos hacen su trabajo. Unos buscan droga, hojas de coca, medicamentos o cigarrillos en medio de los despachos. Otros, como dicen, se ganan el mango con lo que pueden. Las camionetas se llenan tanto que casi besan el piso de tanto peso, un verdadero tetris de equipaje. Les atan los fardos y las despachan.
El trayecto del río. Dos remeros y otro tripulante que se tira al agua para orientar la dirección trasladan los enormes paquetes en gomones atiborrados.
El trayecto del río. Dos remeros y otro tripulante que se tira al agua para orientar la dirección trasladan los enormes paquetes en gomones atiborrados
Lo que viene es ruta 50 y puesto 28. Y ahí la operatoria se repite, pero a la inversa: tienen que bajar todas esas piezas y pasarlas por otro scanner, en este caso similar a los que se usan para las valijas en los aeropuertos. Así como los barcos del mundo adoptaron la medida del ancho del Canal de Panamá, en la frontera norte todo se empaca de tal manera que pueda transitar la cinta de esa máquina, además de pasar por la puerta de entrada y de salida.
Lo que no pasa, por tamaño o por el tipo de producto, se quedó en la playa de transferencia y, quizá, ya pasa por el “by pass” en la espalda de alguien.
Drogas, una batalla feroz
Este mundo esforzado y necesario para la supervivencia de muchos, pero ilegal, es uno de los problemas del lugar. El otro, claro está, es el pasaje de drogas. Ese es el punto crítico por el que se montó semejante operativo de fuerzas federales que incluyen a la Gendarmería, la Prefectura, y las policías federal y de Seguridad Aeroportuaria. La dotación de efectivos que controlan la zona, prácticamente, se duplicó en los últimos dos meses.
Esa es otra pelea, muy distinta, donde aquella tolerancia entre efectivos y “pasadores” se cambia por balaceras. Es verdad que se ven miembros de la fuerza por todos lados, pero, en el verde de esa vegetación de yunga, se libra una batalla feroz. “Hay patrullas que se van 48 horas al monte. Con provisiones y sin señal. Intentamos que se acerquen a un lugar una vez por día como para saber que están bien, pero nada más. Salen a interceptar droga”, dice uno de los jefes de la Gendarmería de la zona.
Más controles. La dotación de efectivos se duplicó en los últimos meses, con la lupa puesta en el tráfico de drogas
En Bolivia cuentan que hay sobre stock de droga ya que la ruta “está interferida”. Más allá de ocultar alguna pieza en esos fardos, la droga transcurre de noche. Allí entran en juego otros pasadores, llamados “chancheros”. Se trata de jóvenes que se tiran al río sobre un fardo de 20 kilos de hojas de coca, embalado con pericia como para que no entre el agua. Flotan, se dejan llevar por la corriente y hacen playa donde ese día les marquen la ruta. Luego, siguen hasta el punto de encuentro.
En cada navegación de “chanchero”, siempre que solo haya hojas, está en juego un negocio de un millón de pesos aproximadamente, a razón de 48.000 pesos por kilo de hoja. El punto es que allí sí suelen traer cocaína en su interior.
“Que le quede claro una cosa -remarca Adrián Zigarán, interventor de Aguas Blancas-. Esta gente es pobre. Les pagan algo más, pero los utilizan. A veces, ni ellos saben qué traen.”
Con el fardo al hombro, los “chancheros” trotan por el monte. Sus depredadores son los gendarmes, pero también los “gatos”, miembros de otras bandas que aprovechan para robarles la carga en el camino. En esos oscuros lugares se pelea por la mercadería, pero también por la vida. Hay armas, tiros y enfrentamientos.
Desde hace algunos años, el narco encontró en esa frontera el mejor lugar para que la droga baje de Bolivia. Aguas Blancas, Orán y Pichanal conforman la autopista de ingreso de cocaína. Ahora se empezó a disputar el territorio, en medio de la selva, a tiro puro. Como en las series, pero con balas de plomo y no de utilería.
Por Diego Cabot