El intento de magnicidio contra la vicepresidenta de la nación, Cristina Fernández de Kirchner, fue en sí mismo un hecho preocupante, por varios motivos. El primero, y el más elemental, porque fue un hecho de violencia, un delito que, a diferencia de muchos que se cometen todos los días en la Argentina, no tuvo, afortunadamente, el desenlace sangriento usual. Muchas familias argentinas no pueden decir lo mismo (y ninguna de ellas recibió el reconocimiento de un feriado que honre sus terribles pérdidas).
En segundo lugar, fue un hecho preocupante porque mostró una seguridad muy precaria alrededor de una figura institucional tan importante como la de quien preside el Senado y reemplaza al presidente en sus momentos de ausencia en el país. En una democracia seria es fundamental que quienes nos gobiernan estén bien protegidos de posibles actos de violencia como el que presenciamos el jueves, e incluso de otros más complejos. La seguridad de la vicepresidenta demostró no estar a la altura de un atacante como Sabag Montiel, y fue solamente por azar que el homicidio no se concretó. ¿Es esta la lógica que impera en las políticas de seguridad del gobierno? Si es así, esto explica muchas cosas que en la Argentina son tema de lamentos recurrentes.
Finalmente y no menos importante, lo preocupante de este hecho anida en sus repercusiones posteriores. Todavía no hay pruebas contundentes que apoyen el supuesto carácter político del atentado, que la tribuna kirchnerista no dudó en asignarle desde el primer minuto. Sin embargo, la politización de la respuesta es alevosa, y no parece ofuscar del mismo modo a los que prácticamente acusaron a dirigentes opositores, periodistas y actores judiciales de “cargar el arma” homicida. Si el intento de homicidio contra la vicepresidenta de la nación afligió a sus militantes y compañeros del Frente de Todos, ciertamente la aflicción se les pasó muy rápido, desplazada por el frenesí de una nueva oportunidad para hacer bandera de los supuestos ataques organizados y conspirativos contra su líder.
Esto socava más aún la credibilidad del gobierno. No son pocas las personas que se han manifestado en redes expresando incredulidad sobre el atentado. La percepción de falsedad que se impuso como lectura del suceso en miles de ciudadanos es parte de la misma desconfianza hacia el kirchnerismo que arrastran de hechos anteriores: el caso Nisman, la tragedia de Once, el posible encubrimiento de la investigación sobre el atentado a la AMIA, entre otras, van allanando un camino de descreimiento que hace que, para muchos, ante la duda lo más seguro es asumir que les están mintiendo.
El relato, que se come todo lo que pasa, escupiendo los cabos sueltos y los elementos que no cierran, nos da así una nueva historia de los grandes poderes demoníacos que persiguen a la desvalida conductora popular, esta vez con un agente armado que parece operar sobre el libreto del periodismo independiente, de la justicia y de la oposición. La convivencia democrática, que todos ellos dicen defender, no fue tan amenazada por el atentado como por la farsesca reacción que sobreactúa las amenazas para distraer sobre los desastres de un gobierno que no tiene otra forma de apelar a la gente que el de agitar fantasmas de un golpismo inexistente, sembrando más y más discordia sobre la prensa, el Poder Judicial y la oposición política.
No obstante todo ello, se arrogan así la potestad de definir quiénes odian y quiénes no. Señalan a los odiadores (es decir, todos los que no se alinean detrás de la vicepresidenta y sus gobiernos) como los responsables y se autoproclaman como los únicos capaces de determinar qué es lícito y qué no lo es en la Argentina. Lo ejemplifica perfectamente el senador José Mayans cuando llama a suspender el juicio contra Cristina Fernández de Kirchner en la causa de Vialidad.
Para el senador, que tiene opiniones críticas sobre el procedimiento judicial (y que está en su derecho de tenerlas) este no se debería sostener debido a lo que él percibe como fallas o malos procedimientos, de modo tal que se pueda garantizar “la paz social”. El asunto no resiste mucho análisis: tenemos a un senador, alineado fuertemente con la vicepresidenta (y por ende, interesado en su exoneración), que busca hacer pasar su opinión personal (inexperta e incompetente en el proceso, hay que decirlo) como la verdad objetiva, la cual sólo corresponde ser determinada por la Justicia. Para colmo, lo hace sugiriendo que de continuar la causa se atentaría contra la paz social. ¿Con qué cara acusan después a otros de violentos?
Desde el último alegato del fiscal Luciani en el juicio de Vialidad, en el que pidió se condenara a la vicepresidenta a doce años de prisión, la militancia kirchnerista hace acampes en la puerta de la casa de Cristina en Recoleta (donde viven, además, muchos otros ciudadanos y ciudadanas de Buenos Aires), confronta con los vecinos y las fuerzas de seguridad, ocupa el espacio público y nos ofrece hermosos cánticos de paz y concordia como “si la tocan a Cristina qué quilombo se va armar”. Sin embargo, ellos se consideran en condiciones de determinar quiénes son los violentos (ellos no) y señalan con el dedo a fiscales y jueces que obran con la autonomía y responsabilidad que les confieren sus funciones republicanas. No hizo falta un intento de homicidio a la vicepresidenta para que los seguidores de Cristina Kirchner –que ya la dieron por inocente y la absolvieron por mera afinidad ideológica– acusaran a la Justicia de llevar una campaña de proscripción en su contra. El atentado del jueves se acomoda perfectamente a esa narrativa que ya tiene definido de antemano que todo lo que haga la líder es bueno y democrático, y que por ende, antidemocráticos, violentos, odiadores y golpistas son los otros.
Lamentablemente para estas personas, no es así como funciona una república. Mal que le pese al senador Mayans y a quienes piensan cómo él, las pruebas que exoneran a un acusado deben presentarse en la Justicia, en el contexto de un juicio justo al que, no cabe dudas, tiene acceso la vicepresidenta como cualquier ciudadano. No hay razón dentro de lo que estipula el republicanismo al que suscriben nuestra Constitución y nuestras leyes para que el juicio no continúe. Como tampoco hay razón para apresurar y forzar conclusiones sobre el carácter del terrible y condenable atentado contra la vida de la vicepresidenta del que fuimos todos testigos la semana pasada. Partidizar el hecho va de la mano con el intento de avasallar las instituciones democráticas y la división de poderes, propio del kirchnerismo.
Esa es la trampa que vive haciendo el kirchnerismo: gritar que todo es partidario, para que todo caiga en la jurisdicción y el control de los partidos (del de ellos fundamentalmente). Si hasta hablan del Poder Judicial como un “partido judicial”. ¿Los juicios contra Cristina? Son partidarios, los resolvemos nosotros. ¿El atentado? Partidario también, así que decidimos nosotros quiénes fueron los verdaderos responsables. Y así el señalamiento es el mismo: los culpables son siempre sus adversarios partidarios. La maniobra es alevosa, porque ya está gastada, es vieja aún cuando se alimenta de sucesos novedosos como el intento de magnicidio, que afortunadamente no ha habido en la Argentina desde que intentaron matar a Alfonsín, por última vez, en 1991 (Alfonsín, vale aclarar, no acusó ni a periodistas, ni a jueces ni a opositores).
Pero no todo es asunto de partidos en una república, con división de poderes e instituciones fuertes que cumplen con su función sin condicionamientos. Por eso hay que dejar bien claro que ante los intentos del kirchnerismo de ir en contra de la república la tolerancia social debe ser nula. Dado que el kirchnerismo, que ve violencia en todos lados menos la propia, entiende solo de cantitos y frases hechas, se lo decimos de ese modo: “si van contra la República, qué quilombo se va armar.”